viernes, 25 de agosto de 2017

Ningún lector podrá
permanecer indiferente

Fragmentos de “Razón de Estado y Narcotráfico. El impresionante testimonio de Fuentes sobre el general Ochoa.” 

El fusilamiento el 13 de julio de 1989 de Arnaldo Ochoa (en 1958 un simple guerrillero a las órdenes de Camilo Cienfuegos y veinte años más tarde general al mando de las tropas cubanas en Etiopía y Angola) abrió paso al nuevo rumbo emprendido por Fidel Castro cuando se avecinaba la definitiva quiebra de la Unión Soviética y de los países comunistas de Europa Central. El coronel Antonio de la Guardia (toda una leyenda de la revolución cubana), Amando Padrón y Jorge Fernández fueron ejecutados igualmente esa misma madrugada; el general Patricio de la Guardia, hermano gemelo de Tony, logró salvar la vida y fue condenado a treinta años de cárcel junto con otros ocho encartados.

Sin duda, los historiadores volverán una y otra vez sus miradas hacia ese sangriento sacrificio ritual, cargado de misterios cuyo desciframiento resulta indispensable para trazar el relato todavía secreto de la participación cubana en las guerras africanas y las guerrillas latinoamericanas. Dulces guerreros cubanos es la primera contribución de Norberto Fuentes (todo hace pensar que no será la última) al esclarecimiento de unos hechos que conoció de primera mano: Arnaldo Ochoa y Tony de la Guardia se enteraron por vez primera a través suyo, tres semanas antes de su detención, de la mortífera tormenta que se avecinaba. Sin embargo, la clasificación del libro como un ensayo –así figura en su cubierta- ni es enteramente correcta ni hace justicia a su texto.

Ciertamente, el autor subraya siempre que puede la estricta veracidad histórica de su relato, probablemente para contrarrestar la tendencia a la incredulidad de eventuales lectores escasamente familiarizados con el funcionamiento de los sistemas cerrados de poder; esto es, de los regímenes políticos donde la libre transmisión de información a través de la prensa independiente es sustituida por un monopolio estatal de medios de comunicación encargado de censurar las noticias incómodas y de sustituirlas por una rosada realidadvirtual. En la Cuba castrista, el acceso a la información veraz solo está al alcance de un reducido núcleo de dirigentes y circula capilarmente a través de documentación reservada, reuniones oficiales y contactos amistosos. Está fuera de duda que Norberto Fuentes perteneció hasta 1989 a esa élite dominante y fue testigo privilegiado de sus comportamientos, hábitos y formas de pensar; resulta lógico inferir, así pues, que almacenó durante esos años las confidencias, los chismes y las indiscreciones de gente como Raúl Castro, José Abrantes, Arnaldo Ochoa o los hermanos De la Guardia.

¿Existen motivos para poner en cuestión las informaciones de Norberto Fuentes, más allá de las cautelas razonables aplicables a cualquier relato autobiográfico de alguien que pierde sus convicciones tras haber disfrutado durante años del poder en una dictadura y de ser cómplice o encubridor de sus crímenes? Los archivos de la Unión Soviética y los registros policiales de la República Democrática Alemana sirven para mostrar que las denuncias realizadas hace varias décadas por los disidentes de esos países se habían quedado cortas. Y Norberto Fuentes, lejos de adoptar ese hipócrita aire de novicias violadas asumido por algunos ex comunistas dispuestos a descargar su propia miseria sobre terceros, tiene la valentía de incluirse como un personaje más dentro de esa fotografía familiar del castrismo coloreada por la muerte, la crueldad, el machismo, la corrupción, el sectarismo, la prepotencia y el cinismo.

¿Por qué, entonces, el término ensayo no cuadra del todo con este libro? La razón es que el talento narrativo de Norberto Fuentes construye con ese material histórico y biográfico (al igual que Jorge Semprún, salvadas las distancias, con sus recuerdos de Buchenwald, del exilio y de la clandestinidad) una obra que desborda las fronteras entre los géneros y que cobra autonomía literaria sin perder carácter testimonial. La escritura opera también en esta ocasión sobre la vida para sacar todo el partido posible de la terrible experiencia narrada: ningún lector podrá quedar indiferente al terminar este atroz y espléndido relato que lleva de la razón de Estado al narcotráfico, de los combates por la igualdad al enrocamiento en el privilegio de la nomenklatura, y de la lucha por la libertad a una asfixiante y omnipresente vigilancia policial digna del Gran Hermano orwelliano.
—Javier Pradera, El País, viernes 29 de octubre de 1999

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Originales en colores de la sección gráfica del libro.

Arriba, la conexión española. El lugar y los comensales según los identificara Antonio de la Guardia: La hacienda es del banquero Mario Conde. Desde la derecha: «El Tigre» Ferrer, el hombre de Tony en Madrid; Perote, descrito por Tony como escolta de Franco y después ataché del Rey Juan Carlos y que en lo relativo a la compra de armamentos para los angolanos habrá de conducirlo hacia un hermano suyo —¡otro coronel Perote!— que es una especie de homólogo español del propio Tony, jefe de los grupos de operaciones especiales del Centro Superior de Información para la Defensa —la inteligencia española. Imposible de definir en esta sobremesa, mientras disfruta de los habanos suministrados por «El Tigre» Ferrer, qué está buscando Perote con los cubanos, si venderle helicópteros Sikorsky, o si obtener información sobre los negocios de los etarras en La Habana para beneficio de su hermano. De igual manera es indescifrable la jugada de Tony con Perote, a quien atiende, tanto en La Habana como en Madrid, por órdenes directas del Alto Mando, es decir, de Fidel Castro. Seguimos: en la cabecera, con gafas, Hacha (¿o Acha?), el representante de Perote en La Habana, su hombre allí; de pie, alguien identificado como «El dueño de la Naviera Mediterránea»; alguien identificado como «El dueño de Alitalia»; Tony de la Guardia; el ayudante Jorge de Cárdenas; y alguien identificado como «Dueño de una sastrería». Un día de noviembre de 1988.

Centro, la conexión americana. A fines de los años setenta, Fidel Castro solía esperarlos al pie de la escalerilla del avión cuando regresaban de Estados Unidos, luego de negociar con el Department of State, el FBI o los líderes moderados del exilio. Pero ninguno de los dos vacilaba en ejecutar con sus propias manos a cualquiera que —en Miami, San Juan o Nueva York— se les atravesara en el camino, lo cual ocurrió más de una vez. El escenario de los vacacionistas, esta cabaña de uso exclusivo de los dirigentes del más alto nivel, es Varadero, un resort turístico a unos 120 kilómetros al este de La Habana. Buenos amigos y ambos coroneles del Ministerio del Interior. Antonio de la Guardia, José Luis Padrón. No saben que esta es su última fotografía juntos. Circa, julio de 1988. Se acabaron los veranos.

Abajo, la conexión francesa. Desde la izquierda, José Odriozola, uno de los más activos «cuadros» de la Inteligencia en Europa Occidental, el coronel Antonio de la Guardia, Norberto Fuentes, un escritor que es presentado a los dealers de armas como «el legendario comandante Andrés», y el capitán Jorge de Cárdenas. París, primavera de 1988. La misión es adquirir artillería y aviación de transporte para el ejército de Angola.